viernes, abril 18, 2008

Tratado de Lisboa


Carlos Fisas, en la segunda serie de su obra Historias de la Historia, cuenta la siguiente anécdota:
“Federico II de Prusia, que se declaraba ateo, le dijo un día a Arnaud-Barcular, que se confesaba creyente:
-¿Pero vos creéis todavía en estas tonterías?
-Sí, señor-respondió el sabio-. Necesito creer que existe alguien superior a los reyes”[1].
Resulta curioso que tanto el emperador de Prusia como su vecina y rival, la Zarina de Rusia, fuesen apasionados protectores[2] de los grandes pensadores cuya filosofía terminó por consumir y destruir la Europa de los tronos y las testas coronadas. El Dei Gratia se sustituyó o complementó en las monedas del XIX con modernos vocablos tales como “Nación” o “Constitución” y las casas reinantes, como una gran familia venida a menos, se aferraron a tradiciones y ritos vacuos en espera de su propia extinción. Huérfanos de regias dinastías que les aten, los pueblos de Europa se unen ahora en torno a abstractas ideas como la nación, la dignidad, la libertad y la igualdad; conceptos que no comprenden[3] pero que les suenan mejor que la reciente servidumbre, el hambre y los gorigoris litúrgicos. El nacimiento de la Nación enfrentará por enésima vez a los pueblos de Europa dividiendo el “Viejo Continente” en un indescifrable mosaico de Estados que, regularmente, precisan enzarzarse entre ellos para reforzar su identidad “contra el otro”.
No es este el lugar ni estamos calificados para dar cuenta de todos los acontecimientos que median entre el fin del ancien regime y el triunfo de la democracia parlamentaria; sin embargo convendría, para no desviarnos más del tema que nos ocupa, dar cuenta de cómo la idea de Europa trasciende el devenir de los acontecimientos, adaptándose y sobreviviendo a unas sociedades convulsas y en constante transformación.
De todos los sucesos reseñables que salpican la historia de Europa, quizás sea la caída de Roma el que más ha marcado (y traumatizado) el pensamiento de Occidente. La consciencia de haber sido un solo pueblo sólo ha sido superada por el deseo de volver a serlo.
Con la caída del Imperio Romano todavía reciente, no serán pocos los reyezuelos bárbaros que traten de presentarse ante los vencidos como lugartenientes, o delegados del basileus o Emperador de Bizancio. Cuando, en el la Navidad del año ochocientos, Occidente se independiza para siempre de Oriente, los emperadores del Sacro Imperio son nombrados sucesores de los césares de Roma bajo la auctoritas del Papa. Porque, si queremos hablar de una verdadera autoridad común a todos los europeos del Medievo deberemos referirnos a la autoridad espiritual de la Santa Sede. En el Papa recaía, por su condición de vicario de Cristo y sucesor de Pedro, la capacidad de atar y desatar. Esta autoridad trascendía el campo espiritual y facultaba al Santo Padre para legislar mediante decretos universales todos aquellos asuntos que estuviesen relacionados con la salvación (ratione peccati), es decir: todos.
Durante siglos, “Europa” y “Cristiandad” fueron sinónimos y el poder civil estuvo sometido a las directrices de la Sede Apostólica, la potestas a la auctoritas, de la que recibía, además, su legitimidad y razón de ser. Por supuesto fueron necesarios muchos siglos para que la doctrina hierocrática de la iglesia fuese tomando forma hasta que, como a menudo sucede en la Historia, alcanzase su punto culminante justo antes del desplome. De hecho la Bula Unam Sanctam (documento máximo de la autoridad papal) fue promulgada por el mismo Papa que vio el inicio del fin de su autoridad universal: Bonifacio VII.
Es muy significativo lo que ocurrió entre París y la Santa Sede ya entonces. Bonifacio VII fue elegido Papa por abdicación del anterior y, ante semejante anomalía, dos cardenales de la familia “pro imperial” de los Colonna se negaron a reconocerle y acatarle en la cátedra de San Pedro. Ante su desobediencia, Bonifacio VII decretó una cruzada contra la familia Colonna obligando a los purpurados a buscar refugio en la corte de Felipe el Hermoso de Francia que, a su vez, había empezado a cobrar impuestos al clero para hacer frente a los gastos del Estado. Con el fin de reafirmar su autoridad frente al “Cristianísimo”, el Papa pone en orden sus prioridades y emite la bula Credicis Laicos para prohibir cualquier impuesto sobre los eclesiásticos. El de Francia prohíbe a sus vasallos pagar el óbolo y Roma, sorprendida por la falta de sumisión de su Real vasallo, le impondrá, so pena de excomunión, que firme la paz con Inglaterra y el Imperio. Es entonces cuando el monarca declara firmemente que su gobierno no reconoce ningún superior en materia de asuntos temporales.
Por supuesto, el enredo continúa y, de hecho, el desafío de Francia a la Santa Sede será uno de los sucesos que precipiten el Cisma de Occidente. Sin embargo, para lo que nos ocupa, es suficiente señalar lo que subyace tras esta especie de culebrón medieval. La reafirmación de las monarquías nacionales se hará contra el poder universal del Papado. Y será Francia, para bien y para mal precursora de la Europa moderna, quien decida fragmentar una autoridad superior en pos de una mayor soberanía personal. No es gratuito que el mismo Shakespeare, siglos después, ponga en boca de un Delfín de Francia los siguientes versos dirigidos al cardenal Pandulfo, mensajero de las órdenes de Roma:
“Vuestra merced me perdone; no voy a retroceder.
Demasiado alta es mi cuna para ser poseído,
Para ser un segundo a las órdenes de otro,
O útil asistente e instrumento
De cualquier estado soberano del mundo” [4]

Durante los siguientes siglos la autoridad universal del papado quedará fragmentada y paulatinamente atenuada para nutrir la aparición de lo que con el tiempo se dará en llamar Estados Nacionales. Sin embargo, el concepto de Europa como algo más que una inexistente delimitación geográfica había calado hondo en la conciencia colectiva de occidente. Desprovista de su contenido espiritual, la noción de Europa se erigió como un término indeciso, cuando no alegórico, de una unidad ancestral, casi mítica, de los pueblos del continente. Y así pasamos de las imágenes de obesas mozas barrocas a lomos de blancos miuras a la gran pregunta que trasciende los siglos sin perder vigor ni ganar claridad: Europa, aber wo liegt es? Ich weiss das Land nicht finden[5].
Mientras “Europa” vivía exiliada en el “mundo de las ideas”, sobre el continente se extendió un tapiz multicolor de estados celosos de su soberanía y obstinados hasta la demencia en conservarla e incrementarla. Ni siquiera entonces la idea de la unidad de los europeos perdió fuerza, tan sólo se degradó y vinculo a ideas imperiales cada vez más dementes. Avocados a una eterna lucha y sin ningún enemigo exterior, los soberanos estados de Europa adoptarían la costumbre de reunirse periódicamente sobre un mapa del continente, modificar las fronteras en busca de “equilibrio de fuerzas” para, acto seguido, volver a enzarzarse en luchas sin sentido ni fin.
Todos conocemos la historia reciente de Europa. Es sabido que aguantamos la primera Guerra Mundial, no la segunda; sabemos lo que ocurrió en la “civilizada Europa” hace apenas sesenta años y, como niños que jugando a tirarse piedras matan accidentalmente a un compañero, sabemos del horror que nuestros irreflexivos actos son capaces de producir. Nos resulta inimaginable lo que debieron de pensar los europeos en 1945 para, por primera vez, conjurarse sinceramente en favor de una paz perdurable en el continente. Seguramente la visión de una Europa en ruinas, cercada por enemigos y obligada a mendigar fuera de sus fronteras debió de ser un duro golpe para aquellos individuos acostumbrados a poseer todas las naciones del mundo con toda su gloria. En todo caso fue muy positivo el hecho de que decidiesen aceptar que una Europa de estados plenamente soberanos nunca podría conocer la paz.
Este escrito no pretende convertirse en un panegírico de la Unión Europea (que, por cierto, aún no abarca toda Europa). A lo largo de su pasado y en su presente, la Unión ha sido salpicada por la mezquindad y egoísmo inherentes a la condición humana (como no podía ser de otro modo, pues por y para humanos está hecha la Unión). Sin embargo, esa terrible idea judeocristiana de la pureza que, trasladada a la idea de Europa, pretende que cualquier crítica a la Unión se traduzca en la negación íntegra de la misma, parece contagiarse a las filas de los llamados “europeístas”. En este trabajo, por el contrario, somos de la opinión de que, a la larga, la loa ciega e irreflexiva puede ser peor que la crítica, pues mientras esta última ayuda a crecer y mejorar, aquella adormece y abotarga al objeto de sus elogios. Tampoco estamos con aquellos que, como aquel conde pirenaico que en su blasón portaba la leyenda “O Rei o res”[6] , quieren un “superestado” europeo o nada. Frente a la simpática megalomanía que siempre nos ha caracterizado a los europeos, fue la doctrina del “paso a paso” de Monnet y Schumann la que ha dado los resultados más impresionantes e impredecibles. Sin embargo el “paso a paso” es sinónimo de andar y, como una bicicleta, la Unión se tambalea más cuando más despacio avanza.
Si el traspaso de soberanía de los estados es lo que ha hecho avanzar a la Unión, es necesario aceptar que lo contrario la frenará y debilitará. A veces da la sensación de que los actuales mandatarios europeos empiezan a temer a la criatura que sus antecesores han ido creando. Es como aquel campesino que lleva años cebando a su vaca, de la que obtiene leche y, un buen día, asustado porque el animal ha crecido más de lo deseado, decide rebajar, en su ignorancia, su ración de heno: el famélico animal no dará más leche y, en consecuencia, quedará inútil.
Catastrofismos aparte, no parece que el actual Tratado de Lisboa sea fiel al unívoco deseo de la mayoría de avanzar hacia una mayor cohesión continental (Gran Bretaña es otra historia…).


Al parecer, la aparatosa pompa con la que se revistió el monasterio de Belem para la firma del Tratado era de todo excepto frívola. Recordemos el soberbio montaje de luces que teñía los muros del claustro con los colores nacionales de los estados miembros cada vez que los respectivos jefes de delegación plasmaban su rúbrica en el documento. Aparte del discutible acierto que supone el predominio concedido en la ceremonia a los símbolos soberanos de cada estado, lo que está fuera de toda duda es que esta puesta en escena obedeció fielmente al espíritu del Tratado. Pero, ¿no hubiese sido mejor que una sola bandera, la de la Unión, hubiese presidido el acto? A quien crea que los símbolos carecen de importancia, habría que recordarle que nos estamos refiriendo a unos pueblos que llevan siglos despanzurrándose entre sí para ver ondear sus respectivas banderas en nuevos y dilatados horizontes. No, no procede ahora desempolvar las insignias patrias ni “redescubrir” peligrosas ideas soberanas que puedan entorpecer lo que tanto y a tantos ha costado conseguir. “La diversidad” es algo positivo sólo cuando no imposibilite el estar “unidos”.
Y es que, digan lo que digan interminables tomos de ingeniería jurídica, la Unión hace mucho que dejó de ser competencia privativa de los Estados y sus volátiles gobiernos. La legitimidad de los parlamentos nacionales no alcanza para dirigir o gobernar la unidad de designio que representa el proyecto Europeo. La elección indirecta o la aritmética post electoral no son sino una espuria forma de gobierno que sólo puede perdonarse cuando el rumbo que toma obedece a los íntimos deseos de la relegada mayoría. Dicho de otra forma, La Unión será unión de Estados sólo si estos demuestran ser el instrumento más eficiente para llevar a cabo el fin al que se deben. Si los gobiernos deciden actuar en contra de la Unión, entonces están contraviniendo un acuerdo tácito por el que la ciudadanía sacrifica temporalmente su voz a cambio de que los gobiernos puedan avanzar con mayor eficiencia. Nadie ha otorgado a los gobiernos la legitimidad para entorpecer el crecimiento de la Unión, pues esta se encuentra por encima de cualquier gabinete o suma de gabinetes. Algunos gobiernos parecen haber olvidado las consecuencias de las glorias nacionales, de la grandeur. La plena soberanía en un mundo global es casi una entelequia que sólo los necios, intoxicados de ficciones imperiales, pueden creer factible. Quizás Europa debiera darse un nuevo lema para conjurar viejos peligros; quizás, y en homenaje a Francia, fuese provechoso bordar junto a la bandera un rotundo “Messieurs, le nationalisme c´est la guerre!”
Pero, ¿qué representa para el ciudadano común la Unión Europea? Sinceramente, para muchas personas decir UE es lo mismo que decir PRODER o FEDER, mercedes por el páramo y ermitas restauradas. Para otros es sinónimo de trenes veloces y cuatro carriles por sentido en la autovía e incluso habrá quien asocie Europa con no renovar el pasaporte ni cambiar divisas en aeropuertos estivales. No debemos olvidar tampoco a aquellos para quienes “Europa”, en abstracto, podría semejar (con perdón) al “superyó freudiano” de su propio país, aquello que, aunque desconocido, se nos presenta como un ideal a seguir y al que aspirar (todos hemos oído alguna vez a alguien iniciar una diatriba con el consabido “esto en Europa sería impensable…” aunque luego resulte que no sólo es pensable sino que es tan normal como aquí).
Se ha dicho que “Bruselas está muy lejos” y es que, precisamente en esa distancia, radica el atractivo de la Unión. Incluso los ciudadanos de democracias recientes estamos hastiados de una clase política que, en su búsqueda de “cercanía”, ha conseguido hacerse empalagosa e irritante. El desprestigio de las clases (políticamente) dirigentes es desesperanzador si se tiene en cuenta que han monopolizado y viciado todo conducto de participación ciudadana. Son varios los países que han conservado la institución de la monarquía en un intento de establecer, dentro de sus fronteras, un símbolo imparcial del Estado, superior a las luchas partidistas del juego político en democracia. En Europa, el oficio de rey consiste en saber marcar distancia entre la Corona y la clase política, permaneciendo inmaculado para poder representar así al Estado en su conjunto.
La idea de que la clase política nacional ostente, en ciclos de cuatro años, la plena potestad en asuntos públicos es aterradora. Como en la época del despotismo ilustrado, el pueblo depende más de la buena voluntad de los gobiernos que de su propia capacidad para imponer sus deseos. Si en su día esto se evitó repartiendo el poder central entre diversas instituciones, quizás ahora corresponda hacer una nueva división y trasladar parte del poder soberano a un ente superior más allá de nuestras fronteras.
Y es que, como en su día dijo Arnaud-Barcular, todavía necesitamos creer que existe algo superior a nuestros gobiernos.
[1] Fisas, Carlos. “Historias de la Historia. Segunda Serie”. Ed. Planeta, Barcelona 1984. Pág. 178.
[2] “El siglo XVIII no tuvo más que dos nombres ilustres entre los soberanos, Catalina y el gran Federico; y estos nombres son los de los amigos de los filósofos y de los apoyos de la filosofía”, dirá el conde de Saint-Simon en el prólogo de “La organización de la Sociedad Europea”
[3] Se cuenta que durante la época de la Convención, un grupo de aldeanos de Francia pararon un lujoso carruaje para obligar a su pasajero a gritar “Vive la Nation” para, acto seguido, preguntarle el significado de la palabra “nación”.
[4] Shakespeare, W. El Rey Juan. Quinto acto. Esta cita ha sido a su vez extraída de Desobediencia civil, de Henry D. Thoreau.
[5] Juego de palabras alemán, atribuído a Göethe cuya traducción literal es: “Europa, pero ¿donde está/qué es?”
[6] “O Rey o nada” del Conde de Urgell, adversario de la Casa de Barcelona por la hegemonía en el principado. Se quedó en nada…

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