lunes, marzo 26, 2007

FEOS

No quiero ofender a nadie con este escrito, es fruto de mi propia frivolidad y mal carácter, sin embargo hay cosas que puestas por escrito alivian más que vomitadas en la sobremesa del infame menú de la facultad. Si alguien se siente ofendido por algo de lo que voy a escribir a continuación, le pido humildemente que se joda y recapacite, que la ofensa perpetua es el recurso general de las personas débiles, perezosas, ignorantes o sencillamente malas. Además, aunque ya he dicho que este artículo es pura frivolidad, nunca he creído que una opinión, al margen de razones de cortesía y elemental educación, deba ahogarse en el ego y mala fe del que la oye y raramente escucha.
Dicho esto, cada vez que veo la televisión o leo un periódico me doy cuenta de que el maniqueísmo moderado es una eficaz manera de entender lo que pasa alrededor. Cada vez estoy más convencido de que la Historia humana no es sino la lucha entre aquellos que abanderan la esperanza y los que se escudan en el miedo. Esta última frase debería desarrollarla para su mejor comprensión, cosa que haré un día de estos pero no hoy, ya que he dicho que voy a ceñirme estrictamente a mi faceta más frívola. Pues bien, en España en general y en Madrid en particular es ya imposible ir a comprar pastelitos al centro los fines de semana sin encontrarte envuelto en un sketch en la vía pública sufragado por los que administran el miedo y producido por los guionistas de Cuentame. Quien, como yo, ha vivido en la creencia ciega de que la elegancia era un rasgo inherente a la Derecha, entenderá la profunda tristeza y frustración que me embargan mientras escribo estas líneas. Me encanta la fragancia compuesta por maquillaje caro y excesivo sobre piel apergaminada cubierta en su mayor parte por un buen abrigo de pieles, si alguna casa de perfumes se arriesgase a sacar al mercado un producto que reuniese estos elementos tendría en mi su mayor (y seguramente único) cliente. Remontar Goya o Serrano un domingo después de misa es un placer para el olfato que, influyendo en los otros sentidos, te hace amar a esos venerables pedazos de la Historia de España que sorben sus calditos y compran pasteles en Mallorca o alguna terracita del Jardín de Serrano.

Pues bien, algo malo ha debido suceder en el País de las Maravillas. Hace apenas dos semanas, estando cerca de Colon, me di cuenta de que las amables ancianitas del Barrio de Salamanca habían sido transmutadas, por hechizo, en irascibles osos que, cubiertos de pieles y con largas zarpas rojas, peregrinaban furiosos y crispados hacia el Paseo de la Castellana con Génova donde, subido en una plataforma, un malvado brujo parecía renovar su perverso encantamiento con consignas cuya comprensión se me escapa. Los terribles osos-ancianitas no estaban solos, de hecho eran una minoría diluida en una masa heterogénea formada por los elementos más dispares. Junto a las marquesas, y en franco y alarmante compadreo, individuos de apariencia rayana en lo criminal hacían suyas aquellas consignas que las Señoras, por ignorancia o decoro, no se atrevían a gritar. También vi a gente de mi edad, pulcramente vestidos y mejor peinados que, con el pecho inflado y el corazón acelerado tras jugadores de polo, cocodrilos o caballeros medievales lanza en ristre, hacían una demostración excelente de lo que un niño bien nunca debería hacer. También vi (esto empieza a parecerse al Apocalipsis) cientos de carritos de bebé, de lisiados, de ancianos y de perezosos; madres y padres de impecable aspecto con sus hijos de la mano e incluso alguna sudamericana con cara de poker cuidando de rubios y níveos querubines cuando los progenitores de estos eran poseídos por la euforia del momento.

En resumidas cuentas, gentes de todas las clases sociales, sexos, procedencias y razas se arremolinaban juntos como iguales bajo un mar de banderas: El Reino de Dios está cerca…

No voy a extenderme acerca de lo que se dijo en esa manifestación. El orador principal, un mago de primera, demostró sus capacidades hasta más allá de lo imaginable al hacer bailar a la masa al son himnos caducos que, hasta entonces, habían sido abucheados por aquellos que ahora quedaban afónicos aullándolos. Me fui mucho antes del clímax, aunque lo pude ver cómodamente desde el salón de mi casa, y ciertamente lamento no haber participado en aquella orgía eufórica con la que nos obsequió nuestra querida derecha nacional. Sí, lo lamento mucho. Cuando recuerdo las pocas manifestaciones a las que he ido me avergüenzo de tanto sentimiento ñoño de libertad, de igualdad, de bondad y de universalidad; Los tambores coñazo de masas piojosas y descalzas son algo realmente desagradable si las comparamos con la furia y determinación de los neopancarteros conservadores, no sólo eso, recuerdo que casi todas las manifestaciones a las que he ido han sido atacadas en alguno de sus flancos por las Fuerzas de Seguridad del Estado mientras que, en las de ahora, las autoridades se revelan como los más celosos defensores de nuestros Derechos y Libertades. Siendo un poco perversos, debo reconocer que en mis delirios me gustaría ver la reacción de la Derecha si sus partidarios callejeros sufriesen la mitad de palos que los cerdos izquierdosos de antaño, y, siendo aun más perversos, me avergüenza mi profunda tristeza al pensar que nunca veré en los periódicos la foto de la Marquesa de Puñonrostro, mutada en ardilla voladora, planeando por el cielo con su abrigo de visón al ser disparada por el cañón de agua de los antidisturbios. Perdón.

Dicho esto debo admitir que en el fondo (muy en el fondo) siento gran cariño por las marquesas, Señoras, y a casi todo aquel al que la fortuna le ha venido injustificadamente y que, anclada su mente y condicionada su forma de pensar por la ignorancia, es victima de aquellos que le amedrentan con relatos de un futuro pavoroso. Por quien no siento más que desprecio y asco son aquellos que sacan partido del miedo de los demás o aquellos que, por miedo, cobardía o pura maldad, hacen de este mundo un lugar peor. Existe aun una tercera clase, la de los carroñeros, que está formada por personas cuyas deficiencias vitales y miserias personales tenemos que pagar los buenos ciudadanos; aquellas personas que, por su incapacidad por medrar en su vida privada, lo hacen en la pública, aportándonos todos sus complejos, miedos, ambiciones y, en suma, haciendo del malestar su forma de vida.

Cojamos como ejemplo al filósofo Sabater. Animo a todos a que compren su biografía, arranquen las páginas centrales (las fotos) y quemen el resto. Ahora dediquen cinco minutos de minuciosa observación a cada foto en la que nuestro Sócrates hispano esté retratado, seguro que en algún momento coincidirán conmigo en algo tan obvio que mucha gente pasa por alto. Efectivamente, Sabater es y ha sido siempre de una extrema y espectacular fealdad. Ver el álbum de fotos de una persona fea es algo que nos puede deparar grandes sorpresas, pero en el caso de Sabater hemos de aceptar unánimemente que fue un niño feo, un adolescente feo, un joven feo y un adulto feo. Sabater no tuvo edad de oro; de niño parecía un sapo rijosos, como adolescente salta a la vista que se la pelaba más que un mandril de Igueldo (raza extinta al morir de extenuación) y de joven se le adivinan largas caminatas nocturnas con un pensamiento inmutable en la mollera: “hoy tampoco”. Lejos de mi intención atacar a la gente fea, soy el último que se lo puede permitir, sin embargo entre mis innumerables defectos se cuentan la desconfianza hacia la gente de fealdad prolongada y mi terror a la gente bajita. La experiencia me dice que las taras físicas mal llevadas suponen la deformación del carácter y la forma de ser. Recuerdo con cariño a un amigo mío, bajito, feo y con chepa, que al llegar a la pubertad abrazó con entusiasmo excesivo los postulados del independentismo catalán más radical. Con el tiempo comprendí que la euforia con la que bailaba en los conciertos de Ska nacionalista se debía a que, mientras el resto veíamos a nuestro pequeño engendro convulsionándose con torpeza en el centro de la pista, él se imaginaba guiando, a pecho descubierto, a las masas tras las barricadas en una batalla contra el odiado ocupante español. Dicho de otra forma, todo ser acomplejado anhela ser amado y admirado por las masas que hasta entonces le han ignorado y ante las que se siente cohibido y avergonzado. Haced la prueba, mostrad a uno de estos seres La Libertad guiando al pueblo, de Delacroix, y tened por seguro que mentalmente están dándole una patada en el culo a la Libertad y poniéndose ellos en su lugar. Algo que, por cierto, tiene múltiples lecturas…

¿Es toda la gente fea susceptible de convertirse en un Sabater? En absoluto. Hay gente fea que ha hecho grandes cosas y enanos cuya vida ha supuesto un mundo mejor, entonces ¿Cómo identificar a los malos feos? Sencillo. Una persona fea acaba siendo arrebatadora cuando se deshace de sus complejos y decide que su vida no va a girar en torno a su tara. Todos habremos visto casos de feos que, haciendo caso omiso a sus defectos, resultan ser los más ligones de clase.
Frente al feo que, a fuerza de voluntad, deja de serlo nos encontramos al feo que además de blando, es un llorón. No se quien dijo aquello de que en esta vida se puede ser de todo menos un llorón, pero la clavó. El feo tipo Sabater llora continuamente, consigue amor por lástima, sexo con más lastima y reconocimiento por victimismo. Según la RAE “hacerse la victima” es “quejarse excesivamente buscando la compasión de los demás” mientras que “victima” tal cual es, entre otras cosas, una “persona que padece daño por culpa ajena” o por causa fortuita y también “persona o animal sacrificado o destinado al sacrificio”. Bien está que alguien que ha sufrido y sufre persecución o que ha visto morir a sus seres queridos busque que esta situación cese y los culpables paguen de acuerdo con el ordenamiento jurídico. Al fin y al cabo la justicia no es más que la suprema y constante voluntad de dar a cada uno lo que merece. Sin embargo cuando vemos a ciertas victimas por televisión clamando y demandado Justicia no debemos perder de vista que la justicia, cuando pierde su justa medida, se convierte en venganza y esta es incompatible con la Justicia. En un país que se cuenta entre los más civilizados del orbe y donde la pena de muerte no existe, hay que ser muy miserable para, parapetado tras el victimismo, se pretende doblegar a la sociedad para satisfacer los más oscuros y perversos instintos. Porqué, no nos engañemos, los mandos de la AVT no quieren Justicia, quieren ver a los etarras muertos pero no tienen el valor de empuñar una pistola y pegarles cuatro tiros por la calle. La compasión general, el reconocimiento social y la posibilidad de medrar en la res publica sin haber sido votado por nadie suponen un sillón demasiado cómodo como para abandonarlo en pos de llevar a cabo los oscuros deseos. Alcaraz, presidente de la AVT, no es un feo como Sabater, pero tiene un algo que le equipara al filosofo de camarilla. Su voz, irritantemente atiplada, y ese pucherito que no termina de soltar nunca, le convierten en el paradigma del llorón. Como un canguro recién nacido, Alcaraz parece trepar por los mechones del poder, lenta y quejosamente, hasta la cálida bolsa materna donde, amamantado generosamente, lanza sus insulsas proclamas que serán calurosamente aplaudidas por una audiencia a la que su hermano muerto, el terrorismo de ETA, la situación vasca y la unidad de España se la trae floja pero que defenderá mientras pueda sacar provecho. No se por qué no me creo ni una sola de las palabras de Alcaraz.

Creo que Sabater y Alcaraz son dos tipos que ejemplifican muy bien lo que torpemente pretendo explicar. Ahora vamos a ejemplificar. Frente a nuestros feos llorones podríamos poner un tercer ejemplo, el de la Sra. Manjón. Perdió a un hijo y, aunque no sé cuantos hermanos equivalen a un hijo y tampoco creo que sea este lugar para dedicarse a estas miserias, debemos aceptar que el dolor por semejante pérdida es tan profundo como indudable. La Sra. Manjón se dirige a la audiencia con una fuerza que nace de dentro y se contagia, guarda sus lagrimas para la intimidad y sólo cuando son inevitables las podemos ver, sinceras y desgarradoras, en nuestras pantallas; sus palabras transmiten una honradez y una seguridad que llaman a la verdadera compasión, no al odio ni al deseo de venganza. Si la comparamos con un Alcaraz que murmura incongruencias pegajosas hecho un ovillo ante la audiencia, la Sra. Manjón es eso, una Señora cuya fuerza es tan grande que ciertas mentes miserables se atreven a atacarla como solo la gente ruin y baja puede hacerlo: atacando las espinillas de quien, por su altura, se sabe que no va a defenderse.
Somos una sociedad miserable y perversa, preferimos amparar la miseria a defender la valentía. Somos un país de pueblos pequeños, de envidias y dobles raseros, damos palmaditas en la espalda a quien no lo merece y la espalda al necesitado. Siempre con el “algo querrá este” para quien no quiere sino el bien de todos y siempre prestos a admirar al mediocre y al perverso. Somos un país temeroso de la grandeza, preferimos héroes a nuestra escala, modelos fáciles que reúnan las más bajas pasiones y las presenten como virtudes a imitar. Nos aterroriza la posibilidad de mejorar, atacamos a quien vale sólo por que, con su forma de proceder, nos demuestra hasta que punto la cochambre y la miseria moral han llegado a formar parte de nuestro ser. Somos un país donde Sabater es considerado filósofo, donde Alcaraz es vitoreado y donde las señoras recién comulgadas se lanzan a una orgía de odio y crispación. Nuestros nóbeles hacen gala de ser a la vez potentes bombas hidráulicas, nuestros intelectuales eyaculan hacia dentro, nuestros políticos ignoran otra lengua que no sea la castellana y el ciudadano, pasivo y expectante, se congratula de que en esa mediocridad general la suya propia pase desapercibida. España es, ahora más que nunca, el país de los feos.